sábado, 13 de junio de 2015

EL DRAGÓN DEL PATRIARCA

          La Leyenda del Dragón del Patriarca, tiene lugar en Valencia, sobre el S. XVI, y como en todo, tiene sus variantes.

          Una versión cuenta que en aquella época, existía un dragón que habitaba en el Río Turia, y que cualquier ingenuo que se atreviera acercase a la orilla, se convertía en víctima de esta bestia. Durante mucho tiempo, valientes y héroes de los alrededores intentaron acabar con la bestia, pero lo único que consiguieron fueron en convertirse en su principal fuente de alimento. La población ya no sabia que hacer, nadie se atrevía acercase al río, pero un día, llego un caballero desde muy lejos, atraído por la historia del famoso dragón y dispuesto a acabar con él. Los lugareños, ya algo escépticos, le dejaron hacer, total, no tenían nada que perder. El caballero se dirigió a la ciudad, y una vez allí, se dedico a conseguir cualquier objeto reluciente, y con eso, confeccionó un traje. Después, armado con una lanza, se fue al río a buscar al dragón. No se sabe si el dragón quedó cegado por los reflejos o se asusto de su propia imagen, la cuestión es que este se quedo petrificado y el caballero pudo matarlo con un solo golpe, poniendo fin al terror del río.

           Otra versión de la leyenda se basa en lo mismo, pero en vez de un caballero, era un reo que estaba a punto de ser ejecutado, y que este propuso, si mataba a la bestia, él quedaría libre, y las autoridades accedieron. El reo consiguió matar al dragón de la misma forma que el caballero, y este fue perdonado y puesto en libertad.
            
Virrey del Perú Don Juan de Mendoza y Luna
Patriarca San Juan de la Ribera

 El Dragón, en realidad era un Caíman disecado, regalo del Virrey del Perú Don Juan de Mendoza y Luna (1571-1628) al Patriarca San Juan de Ribera (1532-1611), debido a la fundación del Colegio-Seminario.




         

     El Caíman, sigue expuesto, en la Iglesia del Patriarca del S.XVI, en pleno centro de Valencia.

Caíman en la Iglesia del Patriarca
             La leyenda, llamó la atención al autor valenciano Vicente Blasco Ibañez, que escribió un cuento sobre él, "El Dragón del Patriarca":

            "Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los barrios tranquilos, soñolientos y como muertos que rodean la Catedral. La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la huerta era una enmarañada marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad; y donde hoy es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas muertas y cenagosas.

               Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A todas horas había gente en las alamedas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del que desea contemplar de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme verlo.

             Allí, en el río, estaba el peligro de la ciudad, la pesadilla de Valencia, la mala bestia cuyo recuerdo turbaba el sueño de las gentes honradas, haciendo amargo el vino y desabrido el pan. En un ribazo, entre aplastadas marañas de juncos, un lóbrego y fangoso agujero, y en el fondo, durmiendo la siesta de la digestión, entre peladas calaveras y costillas rotas, el dragón, un horrible y feroz animalucho, nunca visto en Valencia, enviado, sin duda, por el Señor ?según decían las viejas ciudadanas- para castigo de pecadores y terror de los buenos.

           ¡Qué no haría la ciudad para librarse de aquel vecino molesto que tuebaba su vida...! Los mozos bravos de cabeza ligera ?y bien sabe el diablo que en Valencia no faltaban- excitábanse unos a otros y echaban suertes para salir contra la bestia, marchando a su encuentro con hachas, lanzas, espadas y cuchillos. Pero apenas se aproximaban a la cueva del dragón, sacaba éste el morro, se ponía en facha para acometer, y partiendo en línea recta, veloz como un rayo, a este quiero y al otro no, mordisco aquí y zarpazo allá, desbarataba el grupo; escapaban los menos, y el resto paraba en el fondo del negro agujero, sirviendo de pasto a la fiera para toda la semana.

              La religión, viniendo en auxilio de los buenos y recelando las infernales artes del Maléfico en esta horrorosa calamidad, quiso entrar en combate con la bestia; y un día, el clero, con su obispo a la cabeza, salió por las puertas de Valencia, dirigiéndose valerosamente al río con gran provisión de latines y agua bendita. La muchedumbre contemplaba ansiosa desde las murallas la marcha lenta de la procesión, el resplandor de las bizantinas casullas con sus fajas blancas orladas de negras cruces, el centellear de la mitra de terciopelo rojo con piedras preciosas y el brillo de los lustrosos cráneos de los sacerdotes.

            El monstruo, deslumbrado por este aparato extraordinario, les dejaba aproximarse; pero pasada la primera impresión, movió sus cortas patas, abrió la boca como bostezando, y esto basto para que todos retrocediesen con tanta prudencia como prisa, precaución feliz a la que debieron los valencianos que la fiera no se almorzara medio cabildo.

               Se acabó. Todos reconocían la imposibilidad de seguir luchando con tal enemigo. Había que esperar a que el dragón muriese de viejo o de un hartazgo; mientras tanto, que cada cual se resignara a morir devorado cuando le llegara el turno.

          Acabaron por familiarizarse con aquel bicho ruin como con la idea de la muerte, considerándolo una calamidad inevitable, y el valenciano que salía a trabajar sus campos, apenas escuchaba ruido cerca de la senda y veía ondear la maleza, murmuraba con desaliento y resignación:
-Me tocó la mala. Ya está ahí ese. Siquiera que acabe pronto y no me haga sufrir.

              Como ya no quedaban hombres que fuesen en busca del dragón, este iba al encuentro de la gente, para no pasar hambre en su agujero. Daba la vuelta a la ciudad, se agazapaba en los campos, corría los caminos, y muchas veces, en su insolencia, se arrastraba al pie de las murallas y pegaba el hocico a las rendijas de las fuertes puertas, atisbando si alguien iba a salir.

            Era un maldito que parecía estar en todas partes. El pobre valenciano, al plantar el arroz encorvándose sobre la charca, sentía en lo mejor de su trabajo algo que le acariciaba por cerca de la espalda, y al volverse tropezaba con el morro del dragón, que se abría y se abría como si la boca le llegase a la cola, y ¡zas! De un golpe lo trituraba. El buen burgués que en las tardes de verano daba un paseíto por las afueras, veía salir de entre los matorrales una garra rugosa que parecía decirle: ¡Hola, amigo!, y con un zarpazo irresistible se veía arrastrado hasta el fondo del fangoso agujero, donde la bestia tenía su comedor.

              A medio día, cuando el dragón, inmóvil en el barro como un tronco escamoso, tomaba el sol, los tiradores de arco, apostados entre dos almenas, le largaban certeros saetazos. ¡Tontería! Las flechas rebotaban sobre el caparazón y el monstruo hacía un ligero movimiento, como si entorno de él zumbase un mosquito.

         La ciudad se despoblaba rápidamente, y hubiese quedado totalmente abandonada a no ocurrírseles a los jueces sentenciar a muerte a cierto vagabundo, merecedor de horca por delitos que llamaron la atención en una época en que se mataba y robaba sin dar a esto otra importancia que la de naturales desahogos.

           El reo, un hombre misterioso, una especie de judío, que había recorrido medio mundo y hablaba en idiomas raros, pidió gracia. Él se encargaría de matar al dragón a cambió de rescatar su vida. ¿Convenía el trato...?

           Los jueces no tuvieron tiempo para deliberar, pues la ciudad les aturdió con su clamoreo. Aceptado, aceptado; la muerte del dragón bien valía la gracia de un tuno.

           Le ofrecieron para su empresa las mejores armas de la ciudad; pero el vagabundo sonrió desdeñosamente, limitándose a pedir algunos días para prepararse. Los jueces, de acuerdo con él, dejáronle encerrado en una casa, donde todos los días entraban algunas cargas de leña y una regular cantidad de vasos y botellas recogidos en las principales casas de la ciudad. Los valencianos agolpábanse en torno de la casa, contemplando de día el negro penacho de humo y por la noche el resplandor rojizo que arrojaba la chimenea. Lo misteriosos de los preparativos dábales fe. ¡Aquel brujo si que mataba al dragón...!

             Llegó el día del combate, y todo el vecindario se agolpó en las murallas, anhelante y pálido de ansiedad. Colgaban sobre las barbacanas racimos de piernas; agitábanse entre las almenas inquietas masas de cabezas.

              Se abrió cautelosamente un postigo, dejando sólo espacio para que saliera el combatiente, y volvió a cerrarse con la precipitación del miedo. La muchedumbre lanzó una exclamación de desaliento. Aguardaba algo extraordinario en el paladín misterioso, y le veía cubierto con un manto y un capuchón de lana burda, sin más arma que una lanza... ¡Otro al saco! Aquel judío se lo engullía la malhadada bestia en un avemaría.

              Pero él, insensible al general desaliento, marchaba el línea recta hacia la cueva. Justamente, el dragón hacía días que estaba rabiando de hambre. Qudábase la gente en la ciudad, y la fiera ayunaba, rugiendo al husmear el rebaño humano guardado por las fuertes murallas.

              Vieron todos como al aproximarse el vagabundo asomaba por el embudo de barro el picudo morro de la fiera y sus rugosas patas delanteras. Después, con un pesado esfuerzo, sacó del agujero el corpachón escamoso por cuyo interior había pasado media Valencia.

           ¡Brrrr! Y rugiendo de hambre, abrió una bocaza que, aun vista de lejos, hizo correr un estremecimiento por las espaldas de todos los valencianos. Pero al mismo tiempo ocurrió una cosa portentosa. El combatiente dejó caer la capa al suelo y la capucha, y todo el pueblo se llevó las manos a los ojos como deslumbrado. Aquel hombre era un ascua luminosa, una llama que marchaba rectamente hacia el dragón, un fantasma de fuego que no podía ser contemplado más de un segundo. Iba cubierto con una vestimenta de cristal, con una armadura de espejos en la que se reflejaba el sol, rodeándole con un nimbo de deslumbrantes rayos.

            La bestia, que iba a lanzarse sobre él, parpadeó temblorosa, deslumbrada, y comenzó a retroceder. El vagabundo avanzaba arrogante y seguro de la victoria, como en la leyenda wagneriana el valeroso Sigfrido marchaba al encuentro del dragón Fafner.

             Los rayos de la armadura anonadaban a la fiera. Su espantable figura, reproducida en la coraza, en el escudo, en todas las partes de la armadura con infinito espejismo, la turbaban, obligándola a retroceder. Al fin, cegada, confusa, presa del mareo de lo desconocido, se dejó caer en su agujero, y con un supremo esfuerzo, por conservar su prestigio, abrió la bocaza para rugir ¡Brrrr!
¡Allí de la lanza! La hundió toda en las horribles fauces del deslumbrado monstruo, repitiendo los golpes entre los aplausos de la muchedumbre que saludaba cada metido como una bendición de Dios. Los chorros de sangre negra y nauseabunda mancharon la límpida armadura, y enardecidos por la agonía del enemigo, todos los vecinos salieron al campo. Hubo algunos que por llegar antes se arrojaron de cabeza desde las murallas, siendo con esto las postreras víctimas del dragón.

                 Todos querían ver de cerca al monstruo y abrazar al matador.

                 ¡Se salvó Valencia! Desde aquel día comenzó a vivir tranquila.

                De tan memorable jornada no ha quedado el nombre del héroe, ni siquiera su maravillosa armadura de espejos. Sin duda se la rompieron en plena ovación, al llevarle triunfante de abrazo en abrazo. Pero quedaba el dragón, con su vientre atiborrado de paja, por donde pasaron muchos de nuestros abuelos.Y quien dude de la veracidad del suceso, no tiene más que asomarse al atrio del Colegio del Patriarca, que allí está la malvada bestia como irrecusable testigo.

Fuentes: GFB El CaminoArte y Libertad, Wikipedia