La Leyenda del
Dragón del Patriarca, tiene lugar en Valencia, sobre el S. XVI, y como en todo, tiene sus variantes.
Una versión cuenta que en aquella época, existía un dragón que habitaba en el Río Turia, y que cualquier ingenuo que se atreviera acercase a la orilla, se convertía en víctima de esta bestia. Durante mucho tiempo, valientes y héroes de los alrededores intentaron acabar con la bestia, pero lo único que consiguieron fueron en convertirse en su principal fuente de alimento. La población ya no sabia que hacer, nadie se atrevía acercase al río, pero un día, llego un caballero desde muy lejos, atraído por la historia del famoso dragón y dispuesto a acabar con él. Los lugareños, ya algo escépticos, le dejaron hacer, total, no tenían nada que perder. El caballero se dirigió a la ciudad, y una vez allí, se dedico a conseguir cualquier objeto reluciente, y con eso, confeccionó un traje. Después, armado con una lanza, se fue al río a buscar al dragón. No se sabe si el dragón quedó cegado por los reflejos o se asusto de su propia imagen, la cuestión es que este se quedo petrificado y el caballero pudo matarlo con un solo golpe, poniendo fin al terror del río.
Otra versión de la leyenda se basa en lo mismo, pero en vez de un caballero, era un reo que estaba a punto de ser ejecutado, y que este propuso, si mataba a la bestia, él quedaría libre, y las autoridades accedieron. El reo consiguió matar al dragón de la misma forma que el caballero, y este fue perdonado y puesto en libertad.
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Virrey del Perú Don Juan de Mendoza y Luna |
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Patriarca San Juan de la Ribera |
El Dragón, en realidad era un Caíman disecado, regalo del Virrey del Perú Don Juan de Mendoza y Luna (1571-1628) al Patriarca San Juan de Ribera (1532-1611), debido a la fundación del Colegio-Seminario.
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Caíman en la Iglesia del Patriarca |
La leyenda, llamó la atención al autor valenciano
Vicente Blasco Ibañez, que escribió un cuento sobre él,
"El Dragón del Patriarca":
"Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los
barrios tranquilos, soñolientos y como muertos que rodean la Catedral.
La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta
las murallas; la huerta era una enmarañada marjal de juncos y cañas que
aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de
acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite
la sangre de la fecundidad; y donde hoy es el Mercado extendíase el río,
amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas
muertas y cenagosas.
Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas
los más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el
estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A todas
horas había gente en las alamedas, pálida de emoción y curiosidad, con
el gesto del que desea contemplar de lejos algo horrible y al mismo
tiempo teme verlo.
Allí, en el río, estaba el peligro de la ciudad, la pesadilla de
Valencia, la mala bestia cuyo recuerdo turbaba el sueño de las gentes
honradas, haciendo amargo el vino y desabrido el pan. En un ribazo,
entre aplastadas marañas de juncos, un lóbrego y fangoso agujero, y en
el fondo, durmiendo la siesta de la digestión, entre peladas calaveras y
costillas rotas, el dragón, un horrible y feroz animalucho, nunca visto
en Valencia, enviado, sin duda, por el Señor ?según decían las viejas
ciudadanas- para castigo de pecadores y terror de los buenos.
¡Qué no haría la ciudad para librarse de aquel vecino molesto que
tuebaba su vida...! Los mozos bravos de cabeza ligera ?y bien sabe el
diablo que en Valencia no faltaban- excitábanse unos a otros y echaban
suertes para salir contra la bestia, marchando a su encuentro con
hachas, lanzas, espadas y cuchillos. Pero apenas se aproximaban a la
cueva del dragón, sacaba éste el morro, se ponía en facha para acometer,
y partiendo en línea recta, veloz como un rayo, a este quiero y al otro
no, mordisco aquí y zarpazo allá, desbarataba el grupo; escapaban los
menos, y el resto paraba en el fondo del negro agujero, sirviendo de
pasto a la fiera para toda la semana.
La religión, viniendo en auxilio de los buenos y recelando las
infernales artes del Maléfico en esta horrorosa calamidad, quiso entrar
en combate con la bestia; y un día, el clero, con su obispo a la cabeza,
salió por las puertas de Valencia, dirigiéndose valerosamente al río
con gran provisión de latines y agua bendita. La muchedumbre contemplaba
ansiosa desde las murallas la marcha lenta de la procesión, el
resplandor de las bizantinas casullas con sus fajas blancas orladas de
negras cruces, el centellear de la mitra de terciopelo rojo con piedras
preciosas y el brillo de los lustrosos cráneos de los sacerdotes.
El monstruo, deslumbrado por este aparato extraordinario, les dejaba
aproximarse; pero pasada la primera impresión, movió sus cortas patas,
abrió la boca como bostezando, y esto basto para que todos retrocediesen
con tanta prudencia como prisa, precaución feliz a la que debieron los
valencianos que la fiera no se almorzara medio cabildo.
Se acabó. Todos reconocían la imposibilidad de seguir luchando con
tal enemigo. Había que esperar a que el dragón muriese de viejo o de un
hartazgo; mientras tanto, que cada cual se resignara a morir devorado
cuando le llegara el turno.
Acabaron por familiarizarse con aquel bicho ruin como con la idea de
la muerte, considerándolo una calamidad inevitable, y el valenciano que
salía a trabajar sus campos, apenas escuchaba ruido cerca de la senda y
veía ondear la maleza, murmuraba con desaliento y resignación:
-Me tocó la mala. Ya está ahí ese
. Siquiera que acabe pronto y no me haga sufrir.
Como ya no quedaban hombres que fuesen en busca del dragón, este iba
al encuentro de la gente, para no pasar hambre en su agujero. Daba la
vuelta a la ciudad, se agazapaba en los campos, corría los caminos, y
muchas veces, en su insolencia, se arrastraba al pie de las murallas y
pegaba el hocico a las rendijas de las fuertes puertas, atisbando si
alguien iba a salir.
Era un maldito que parecía estar en todas partes. El pobre
valenciano, al plantar el arroz encorvándose sobre la charca, sentía en
lo mejor de su trabajo algo que le acariciaba por cerca de la espalda, y
al volverse tropezaba con el morro del dragón, que se abría y se abría
como si la boca le llegase a la cola, y ¡zas! De un golpe lo trituraba.
El buen burgués que en las tardes de verano daba un paseíto por las
afueras, veía salir de entre los matorrales una garra rugosa que parecía
decirle: ¡Hola, amigo!
, y con un zarpazo irresistible se veía arrastrado hasta el fondo del fangoso agujero, donde la bestia tenía su comedor.
A medio día, cuando el dragón, inmóvil en el barro como un tronco
escamoso, tomaba el sol, los tiradores de arco, apostados entre dos
almenas, le largaban certeros saetazos. ¡Tontería! Las flechas rebotaban
sobre el caparazón y el monstruo hacía un ligero movimiento, como si
entorno de él zumbase un mosquito.
La ciudad se despoblaba rápidamente, y hubiese quedado totalmente
abandonada a no ocurrírseles a los jueces sentenciar a muerte a cierto
vagabundo, merecedor de horca por delitos que llamaron la atención en
una época en que se mataba y robaba sin dar a esto otra importancia que
la de naturales desahogos.
El reo, un hombre misterioso, una especie de judío, que había
recorrido medio mundo y hablaba en idiomas raros, pidió gracia. Él se
encargaría de matar al dragón a cambió de rescatar su vida. ¿Convenía el
trato...?
Los jueces no tuvieron tiempo para deliberar, pues la ciudad les
aturdió con su clamoreo. Aceptado, aceptado; la muerte del dragón bien
valía la gracia de un tuno.
Le ofrecieron para su empresa las mejores armas de la ciudad; pero
el vagabundo sonrió desdeñosamente, limitándose a pedir algunos días
para prepararse. Los jueces, de acuerdo con él, dejáronle encerrado en
una casa, donde todos los días entraban algunas cargas de leña y una
regular cantidad de vasos y botellas recogidos en las principales casas
de la ciudad. Los valencianos agolpábanse en torno de la casa,
contemplando de día el negro penacho de humo y por la noche el
resplandor rojizo que arrojaba la chimenea. Lo misteriosos de los
preparativos dábales fe. ¡Aquel brujo si que mataba al dragón...!
Llegó el día del combate, y todo el vecindario se agolpó en las
murallas, anhelante y pálido de ansiedad. Colgaban sobre las barbacanas
racimos de piernas; agitábanse entre las almenas inquietas masas de
cabezas.
Se abrió cautelosamente un postigo, dejando sólo espacio para que
saliera el combatiente, y volvió a cerrarse con la precipitación del
miedo. La muchedumbre lanzó una exclamación de desaliento. Aguardaba
algo extraordinario en el paladín misterioso, y le veía cubierto con un
manto y un capuchón de lana burda, sin más arma que una lanza... ¡Otro
al saco! Aquel judío se lo engullía la malhadada bestia en un avemaría.
Pero él, insensible al general desaliento, marchaba el línea recta
hacia la cueva. Justamente, el dragón hacía días que estaba rabiando de
hambre. Qudábase la gente en la ciudad, y la fiera ayunaba, rugiendo al
husmear el rebaño humano guardado por las fuertes murallas.
Vieron todos como al aproximarse el vagabundo asomaba por el embudo
de barro el picudo morro de la fiera y sus rugosas patas delanteras.
Después, con un pesado esfuerzo, sacó del agujero el corpachón escamoso
por cuyo interior había pasado media Valencia.
¡Brrrr! Y rugiendo de hambre, abrió una bocaza que, aun vista de
lejos, hizo correr un estremecimiento por las espaldas de todos los
valencianos. Pero al mismo tiempo ocurrió una cosa portentosa. El
combatiente dejó caer la capa al suelo y la capucha, y todo el pueblo se
llevó las manos a los ojos como deslumbrado. Aquel hombre era un ascua
luminosa, una llama que marchaba rectamente hacia el dragón, un fantasma
de fuego que no podía ser contemplado más de un segundo. Iba cubierto
con una vestimenta de cristal, con una armadura de espejos en la que se
reflejaba el sol, rodeándole con un nimbo de deslumbrantes rayos.
La bestia, que iba a lanzarse sobre él, parpadeó temblorosa, deslumbrada, y comenzó a retroceder. El vagabundo avanzaba arrogante y seguro de la victoria, como en la
leyenda wagneriana el valeroso
Sigfrido marchaba al encuentro del dragón
Fafner.
Los rayos de la armadura anonadaban a la fiera. Su espantable
figura, reproducida en la coraza, en el escudo, en todas las partes de
la armadura con infinito espejismo, la turbaban, obligándola a
retroceder. Al fin, cegada, confusa, presa del mareo de lo desconocido,
se dejó caer en su agujero, y con un supremo esfuerzo, por conservar su
prestigio, abrió la bocaza para rugir ¡Brrrr!
¡Allí de la lanza! La hundió toda en las horribles fauces del
deslumbrado monstruo, repitiendo los golpes entre los aplausos de la
muchedumbre que saludaba cada metido como una bendición de Dios. Los
chorros de sangre negra y nauseabunda mancharon la límpida armadura, y
enardecidos por la agonía del enemigo, todos los vecinos salieron al
campo. Hubo algunos que por llegar antes se arrojaron de cabeza desde
las murallas, siendo con esto las postreras víctimas del dragón.
Todos querían ver de cerca al monstruo y abrazar al matador.
¡Se salvó Valencia! Desde aquel día comenzó a vivir tranquila.
De tan memorable jornada no ha quedado el nombre del héroe, ni
siquiera su maravillosa armadura de espejos. Sin duda se la rompieron en
plena ovación, al llevarle triunfante de abrazo en abrazo. Pero quedaba el dragón, con su vientre atiborrado de paja, por donde pasaron muchos de nuestros abuelos.Y quien dude de la veracidad del suceso, no tiene más que asomarse
al atrio del Colegio del Patriarca, que allí está la malvada bestia como
irrecusable testigo.